martes, 31 de julio de 2012

La antigua casa

La puerta de la casa cedió quejándose,al empuje de nuestras manos. Debía de hacer muchos años que nadie franqueaba aquel robusto dintel de gruesas piedras. Poco a poco, nuestros ojos fueron acostumbrándose a la penumbra, y pasamos con cuidado adentro. A nuestros pies losas de piedra irregulares amortiguaban nuestros pasos. Todo el suelo estaba cubierto de ellas, señal de que fueron pudientes sus dueños. El resto de otras que conocíamos, y también muy antiguas, tenían el suelo de tierra pisada, ó tablas de madera de castaño ó roble. La apertura de una ventana, no muy grande, permitió la entrada de una luz, que ya nos dejo ver la gruesa trébede que sustentaba la boca de un horno ennegrecido en años de contemplar la pala que introducía los panes y boroñas, que procuraban el sustento a sus dueños. A su lado un herrumbroso molinillo, hace tiempo jubilado de su quehacer.
Debajo, el hogar que calentaba los inviernos, enmarcado entre gruesas columnas de piedra, escoltado entre dos bancos enfrentados, y donde queremos imaginar las veladas nocturnas, con el plato entre las manos y las llamas de aquella chimenea, arrojando un poco de luz y calor en la humilde estancia. Una cadena colgaba en su centro, con un gancho al final. Era la calamillera, y se usaba para colgar el asa de las ollas, encima del fuego. Todavía las paredes conservaban un color de cielo, en el añil que en su tiempo embelleció los muros, trasmutando la fealdad en hermosura, y regalándonos después de tantos años ese toque que alguna mano femenina, quiso que acompañase sus vidas. Un viejo calendario sin fecha y alguna llave complementan la decoración de la estancia, como un retazo de vida cotidiana, como si el tiempo todavía siguiese marcado por las hojas de aquel paisaje de un antiguo almacén de vinos. Hoy, solo las telarañas lo disfrutan, y nosotros, que entramos como a importunar el silencio con nuestros pasos. Parece sentirse en el aire que nos rodea, mil ojos que buscan los nuestros y que nos preguntan ¿qué hacemos allí ?. Afuera, no se oye mas que la brisa de un día gris de verano, inusualmente frio, y esta anocheciendo. Un vasal, pintado de verde, recoge la rústica vajilla, los platos con alguna esconchadura y alguna jarra abollada de aluminio. Ya no sentirán el calor humeante del guiso reposado, que reconfortaba los estómagos a la vuelta del duro trabajo en el campo. Pasé mis manos sobre ellos, suavemente, como tantas veces se sentirían apoyados en el regazo, esperando que enfriase el humilde pote, pero solo sentí frío. Salí al corredor, éste, con el suelo de madera carcomido en parte, me ofreció la vista de un edificio en construcción, enorme y como discordante entre la humildad de las casas que lo rodean. Me dicen que será un hotel. Un hotel de lujo. Y yo apoyo las manos en la antigua barandilla tallada, y vuelvo la vista a la penumbra de la vieja cocina, y quisiera verla bullir de vida, y sentir el olor del pan recién amasado, y no lo cambiaria por ningún hotel, por lujoso que fuera. Pero solo hay silencio entre aquellas paredes.
En el suelo, mis ojos descubren algo que parece una cuna, me agacho y la contemplo con curiosidad, es muy pequeña, y a lo largo la recorren unas varas de avellano y unas cuerdas. En la cabecera y a los pies, dos maderas con forma redonda, y ricamente talladas con motivos de trísqueles asturianos, me indican que alguna mano habilidosa talló aquello con cariño. No se distingue muy bien, pero creo adivinar unas letras. La llevo a la cocina, y a la luz de la ventana, se ven claramente M.M.C, en la parte de los pies de aquella cunita, salpicada de cientos de pequeños agujeros de carcoma, que si no lo remedian acabara con ella. A esas cunas, se les llamaban “tribiecos” en el lenguaje rural, y eran totalmente artesanales fabricadas en madera, por los propios padres ó allegados que fueran curiosos trabajando la madera, que en aquellos tiempos eran casi todos. Como me hubiera gustado, ver aquella pequeña cuna con su propietaria dentro. Quizás, envuelta en una humilde manta, de la que sobresaldrían unas diminutas manos, que irían creciendo con el paso de los años, que seria adolescente, que se casaría, tendría hijos y que acabaría por dejarnos para siempre, al final de su paso por el espacio común donde nos desarrollamos como humanos. Pero, para los que las cosas no son simplemente objetos, si no que formaron parte de la vida de las personas, de forma muy directa, sigue emocionándonos mecer el pequeño tribiecu, que tantas veces seria empujado por las manos de la madre de aquella niña llamada, María Mercedes Calvo,MMC.

Un palacio junto al cielo

Corría el año 1916, cuando en el olvidado lugar de Tarna, cerca del puerto del mismo nombre, una legión de obreros iban levantando una construcción majestuosa, desproporcionada para las míseras casuchas de aquel perdido pueblo casín. Eran años de escasez y de hambre. Aquellas gentes, a duras penas subsistían con los menguados ingresos que podían conseguir con la ganadería y la fabricación de madreñas, que luego vendían en los pueblos del entorno. Era una economía puramente de subsistencia. Sin embargo, un vecino suyo, emigrante en Cuba, donde amasó una fortuna incalculable, José Simón, quiso construir en el lugar de su nacimiento, la más fastuosa casa de todo el concejo, sin escatimar en gastos ni opulencia. Las carretas y animales de carga, subían sin cesar por las empinadas cuestas, desafiando los pasos y abismos que mostraba la rudimentaria pista de tierra y piedra, pues aún no se había construido la carretera actual. Era el sueño de un visionario, pero que amaba profundamente el lugar donde nació.
El edificio, construido sobre uno anterior, según consta en escritos del siglo XVII, era conocido como “La Casona” por los vecinos del pueblo, aunque él, quiso bautizarlo como Villa Lucila, en honor de su mujer, del mismo nombre. La casa, imponente, iba cogiendo forma, y los pisos se sucedían, hasta alcanzar los tres. Delante una escalera muy amplia conducía a las amplias estancias, donde las duchas del primer piso, eran un lujo nunca visto por aquellas pobres gentes, amen de los cuartos de choferes y servidumbre y las salas y estancias reservadas para los dueños y sus invitados. En nuestro concejo hay muy pocos vestigios de arquitectura indiana. A pesar de sufrir una fuerte emigración a ultramar, quizás fuera esta la más representativa mientras se mantuvo en pie, pues durante la guerra sirvió de refugio a uno de los bandos en liza, y luego fue bombardeada junto con el resto del pueblo, quedando totalmente destruida.
Ruinas de Tarna, con el palacio detras de la iglesia. En las viejas fotografías que mostramos, se ve el alcance de la destrucción provocada por los bombardeos y de los huidos que volaban los edificios para no dejar techo a las columnas que entraban por el puerto. Durante la estancia de los Simones en sus temporadas veraniegas, los mas viejos se acuerdan de entrar a trabajar a su servicio, ni que decir tiene, que durante el tiempo que duraban sus vacaciones estivales, mitigaban en gran medida el hambre y la escasez de aquellas gentes, tan poco acostumbradas a aquel lujo, para ellos inalcanzable. Solamente, nos cuentan, viajaba con ellos una cocinera que tenían en sus mansiones de Madrid y Barcelona, donde también tenían casas. Estos personajes, pues eran dos, primos entre sí, se llamaban José Simón González, y José Simón Corral, apodadado este último “Corralin “.
Jose Simón Corral. El primero hizo fortuna en Cuba, con múltiples negocios, aunque de los más importantes fue una compañía naviera de su mismo nombre. También llego a ser presidente del Centro asturiano de La Habana en el año 1928 a 1929, o sea, fue un hombre bastante poderoso en su tiempo. Hoy, de aquel imperio, no queda nada. La tradicional sagacidad para los negocios, de que dieron buena muestra muchos casinos, tiene en “los Simones “una de sus mas destacados ejemplos, incluso me atrevería a decir que el pueblo tarnín, uno de los mas antiguos de Caso, según rezan documentos que lo mencionan allá por el siglo X, fue cuna de los que mas fortuna hicieron fuera de su tierra. Si algún día vais a Tarna, acercaros a la imponente reja de hierro que circunda la finca, único resto que queda de aquella mansión, junto a una portalada, que aún conserva grabado el nombre de la mujer para quien fue construida: Villa Lucila. Un palacio junto al cielo.