domingo, 23 de marzo de 2014

Los tratantes. El mundo ganadero a los ojos de un niño

Quizás muchos de nosotros no los haya visto ó no se haya fijado en ellos. En las ferias de ganado de nuestros pueblos destacan por llevar un mandilon amplio, azul ó negro. Es lo que los identifica sobre los atuendos y vestimentas mas ó menos rústicas del resto de la gente.

Gran parte llevan años ejerciendo esa actividad. Lo conocen todo sobre ella. Pasean, miran, hablan con unos y con otros, y cuando algo les interesa despliegan sus armas, que no son otras que la palabra medida, el regateo del ganadero que empodera  las reses, sobrevalorándolas, y la actitud de nuestro hombre quitándoles meritos. Al final, si los dos se entienden, el ganado cambia de dueño, tras un apretón de manos. Esa es la mayor garantía que se puede ofrecer. A su alrededor siempre se forma un corro de curiosos observando el trato, no se suele intervenir a no ser ofreciendo sus consejos para doblegar la voluntad de uno u otro. Que uno ceda de su pretensión, o que el otro aumente lo que ofrece. Todo esta calculado, y se sabe hasta dónde puede uno llegar. Hay una figura que antes era muy respetada, que era la del “terciador”. Solían ser hombres mayores que intervenían como lo hacen los actuales mediadores políticos. Cuando el trato se atascaba, su consejo se escuchaba con respeto. Al final, se juntaban las manos, los tres pares, y eso significaba que el trato quedaba cerrado.


 La “robla” en el bar cercano, alrededor de unos vinos ó sidra significaba el acuerdo satisfactorio para todos.Cuantos viajes con mi abuelo, al Mercaín de Caleao, después de levantarnos  casi de noche, Ya humeaba el café bien temprano en la cocina, anticipando el rito. Mi abuela nos preparaba unos torreznos de pan, para que el almuerzo aguantase el hambre si el día se nos alargaba.  Mientras, en la cuadra se preparaban los animales que íbamos a llevar, y salíamos de casa siguiendo los caminos que las golondrinas madrugadoras nos marcaban. Las vacas iban confiadas, parsimoniosas. Lo más probable era que no volvieran a recorrer esos mismos senderos, pero mientras tanto nuestros corazones iban al ritmo de sus pasos.

Al  tiempo ya llegamos al prado donde se celebraba la feria, el mugir de los animales, nerviosos e intranquilos, porque a muchos les habían quitado las crías, se confundía con las voces e imprecaciones de los aldeanos y el ruido de tractores descargando terneros y ovejas. También llevaban cerdos. Los hombres del mandilón negro iban de un lado a otro observando el “genero” en una primera inspección. Todos, sin excepción, llevaban una vara larga de avellano. La usaban para apartar animales, o darles encima del lomo para moverlos. Yo miraba aquel mundo nuevo para mí con los sorprendidos ojos de un niño en un mundo de mayores. Eso me hacía sentirme hombre adulto y también llevaba mi vara.
Al poco el prado de la feria era un mar de animales y de hombres, alguna, pocas mujeres, las mas para ayudar a conducir las reses al mercado. De cuando en cuando me pasaban la mano por la cabeza como señal de afecto, y en otra ocasión que me requirieron por mi nombre, me susurro al oído que lo dijera despacio, pues  me dijo que no pueden gritar el nombre de los críos para que no se lo aprendan las culebras. Eso a mí me sorprendió mucho.
Al cabo de un tiempo vi volver  a mi abuelo con las cuerdas de los cabezales en la mano, como único recuerdo de las dos vacas que llevamos. Supe que ya no volvería a ver a la Mariella y la Galana, y sentí  pena. Pase rápido la mano por los ojos para que nadie notase las lágrimas que también querían despedirse de las vacas. Me soné con el pañuelo, y puse el disfraz de hombre.
Mi abuelo me cogió de la mano y nos dirigimos al cercano bar con la barra llena de clientes, me miró y me dijo : Cuando vendas, vende bien. Y nunca te olvides de devolver a casa la cuerda con que trajiste la vaca. Las vacas son así, cuando el sol se muere en la memoria, siempre vuelven a que las ates en el pesebre de tu corazón.

El camino de vuelta a casa, lo hicimos realizando dos o tres paradas en las ventas que íbamos encontrando por el camino. Mi abuelo, parecía contento, quizás ayudaban los vinos y las rondas que tomaba en la compañía de los que como él  habían bajado a la feria. Yo no tenía sed, pero me invitaba a refrescos y golosinas. Aunque estaba cansado, me sentía bien en un mundo de “hombres”.
Al llegar a casa, lo primero que hicimos fue colgar en la cuadra las cuerdas con que llevamos amarradas las vacas. Las dejamos en los pesebres, ahora vacios, como preguntando donde estaban las que faltaban.
Mientras mi abuela nos llamaba a voces con la cena puesta en el escaño, frente al fuego.
Es triste y estéril hacer alabanza del pasado, pero cuando no se entienda nada de esto, será tarde, quizás demasiado tarde.