domingo, 1 de febrero de 2015

Una matanza en el fragor de Los Beyos

Tiempos duros, los que duro la posguerra. Hoy con el paso de los años, tendemos a olvidar unos hechos que marcaron profundamente a una generación de españoles que los tuvieron que vivir en sus carnes. Dicen que hubo mas muertos en los años posteriores a la terminación de la guerra, que en  ella misma. Solo conocemos los testimonios que poco a poco van saliendo a la luz, pero quizás nunca se llegue a saber el verdadero alcance de aquella lucha fraticida que tiño a nuestro país de vergüenza y de odio entre hermanos y vecinos. En uno de mis viajes al concejo hermano de Ponga, escuche este relato a uno de los “viejos” que todavía quedan en el pueblo. Previamente ya lo había narrado a un historiador que se lo solicitó para un libro sobre los del “monte”, como eran llamados los que huían por su pasado político ó por delaciones. La vida que les esperaba, era ciertamente infame. Más propia de alimañas que de hombres. Sin refugio, ni comida, huyendo constantemente para no ser atrapados, porque eso significaba la muerte inmediata. Era una situación donde el terror amedrentaba a muchos pueblos, en gran parte de los casos sin saber ni participar en ideologías políticas, como las de muchos de aquellos hombres que después de haber perdido la guerra todavía tenían que seguir luchando, sin apoyo ninguno, para al final ir cayendo bajo las balas uno a uno, acorralados y hambrientos, y en el peor de los casos, sufriendo tortura para morir. En algunos procesos sus familiares directos pagaron con su vida el no delatarlos. Esto es un retazo de aquellas  existencias que hoy nos sobrecogen.

                                                             Rincon de Viboli 


Una historia de muertos y guerra. Ocurrio en Viboli y Viegu, y es cierta como la propia vida.

Cuatro muertos en Viego 
Corre el mes de octubre del año 47, los atrasados pueblos de las montañas de Asturias luchan contra la escasez y los rescoldos de la guerra reciente. Cuatro “fugaos”, Cándido, Josepón, el Rubio de la Inverniza y Abelardo de La Matosa, pasan de los montes de León a lo profundo de Los Beyos. El 17, se acercan al recóndito pueblo de Viboli, y atracan el bar del pueblo. 
Al día siguiente se acercan a Viego, pueblo cercano. Van con la intención de coger las armas de algún cazador. Cándido y El Rubio, cuando ya oscurecía, se quedaron en una cabaña en la que fueron metiendo a todos los pastores que encontraban por el camino, mientras Josepon y Abelardo cogieron al indiano Jaime Bulnes, y lo cachearon quitándole ocho mil pesetas que llevaba encima. Jaime Bulnes no siguió los consejos de su madre, que, al salir de casa a ver el ganado le advirtió: - No salgas con dinero, que ayer los del “monte” atracaron en Viboli.
Jaime se rió: - sabe Dios donde estarán ya
- Quien le iba a decir que allí mismo.
Le preguntó quien del pueblo tenia dinero. Contesta, que nadie, que todos en el pueblo son pobres como ratas. No conforme con la contestación, los dos guerrilleros le obligan a indicarles cual era la casa de Julio, el alcalde. Por el camino se encontraron con el padre de este, Hilario, al que también llevan por delante a casa de su hijo. La casa también era bar. Entraron y allí se encerraron con ellos. Piden dinero. El alcalde responde que no tienen nada. Mandan a su mujer a pedir a los parientes del pueblo, y plata y relojes, todo lo que hubiera de valor. Al poco de salir la mujer, hizo acto de presencia en el pueblo la guardia civil. Era el cabo Cosme y cuatro números de Cangas de Onís, con ellos llevaban a un vecino para que les indicara el bar. No sabían nada. Cuando llegan, el vecino pica, y dice – abre, Julio, que es la guardia civil.

                                                                        Fugaos muertos por la Guardia Civil   
                                                                       
Abelardo y Josepon subieron las escaleras de la casa para ver si podían saltar por la parte de atrás, pero las ventanas eran muy pequeñas y no había manera. Así que bajan y abren la puerta con Jaime Bulnes por delante. A la vez que abren, disparan; los guardias se ven sorprendidos. El cabo resulto muerto en el acto, y herido el guardia Felipe Cantobrana. El indiano hace un quiebro y se les escapa, volviendo a entrar en casa. Los dos guerrilleros huyen monte abajo. El Rubio y Cándido preparan sus armas; el guardia herido se arrastró hasta ponerse a cubierto, los otros dos están petrificados.
El joven Laureano, que volvía con una carga de hierba, después de oír los disparos sale a inspeccionar el ambiente, y el Rubio le da el alto en la oscuridad. Asustado no contesta, y el guerrillero le dispara una ráfaga que lo fulmina. También el padre del alcalde salió al exterior y fue muerto por el Rubio. Después huyeron monte abajo.
El guardia civil herido, no fue llevado al hospital hasta el día siguiente. Ya era tarde, acabo falleciendo en presencia de su mujer encinta, a la que le había mandado una nota, diciendo que lo habían herido, pero que no era de importancia. La nota la llevo Teresina Cardin,la cartera del pueblo a la casa del agente, en Villamayor. 

viernes, 30 de enero de 2015

Martinón, de Llué

Corría el lejano año de 1893. En los enriscados parajes del concejo de Ponga, existe un lugar como perdido en el mundo. Es un sitio de difícil acceso, pero de una belleza que hechiza a cualquiera que  se deje caer por aquel lugar. Se llama Llué. Mirarlo en algún mapa, y si vuestras piernas os lo permiten, no dejéis de visitarlo. Os aseguro que no será fácil de olvidar por su hermosura. Es un edén, oculto por las montañas que lo protegen.


Llué 1897  cazando el oso

Hoy, solo podéis descubrir tapadas por la maleza, los restos de lo que fue la cabaña de Martinón. Un hombre de gran fortaleza que vivió en aquel lugar, antaño provisto de cabaña, molino, y establo de ganado, y del que solo se desplazaba para adquirir alguna cosa que allí no era posible producir, como café, tabaco, ó azúcar, al distante San Juan de Beleño ó Puente Vidosa, viaje que bien le podía consumir el día entero, pese a ser ágil en sus desplazamientos.
Llegó un día en que nuestro hombre, conoció una buena muchacha, en un pueblo pongueto, y matrimonió con ella.
Contento y feliz, aparejó una cabalgadura y dispuso a la mujer en el caballo, dirigiéndose por los intrincados pasos que a través de aquellos despeñaderos, llegaban a la aldea de Tolivia, donde fue recibido con gran alborozo por sus vecinos, que se alegraban de que su distante vecino, mitigase su soledad con la compañía de una buena esposa. Martinón, pese a vivir en lugar tan inhóspito, era querido por todos, pues siempre se brindaba a ayudar a quien lo necesitara.
No hacia mucho que en una cacería donde participaba gente de la nobleza, que se desplazaban en busca del oso, cazado este, se despeñó a un profundo abismo del todo inaccesible. Nuestro hombre se brindó a rescatar la pieza, y brincando entre las peñas desapareció en la negrura de la sima. Durante un tiempo, solo se oía el crepitar de las ramas y ruidos de piedras que rodaban hasta desaparecer en el río que discurría por el fondo. Al poco, hizo su aparición la corpulenta mole de nuestro hombre que cargaba con un oso de más de cien kilos sobre sus espaldas. La pendiente parecía dificultosa de ascender, encima con aquella pesada carga a sus espaldas, pero en Martinón todo era posible. Por eso era tan grande su fama.
El invierno se presentaba con extremada dureza, y la nieve dificultaba realizar las más sencillas faenas. Un manto espeso cubría Llué, convirtiendo las praderas en un lago blanco.
Para colmo su mujer se encontraba mal, y aquella enfermedad no daba síntomas de remitir, pese a las pócimas y reposo que Martinón le ofrecía. El buen hombre, desesperado, había probado todos los remedios que conocía, y para colmo la nieve impedía moverse para buscar ayuda en los pueblos más cercanos. Durísima la vida de aquellas gentes, fiando su salud, solo a su resistencia a las enfermedades, y a la suerte.
Al final, la vida de su querida compañera se extinguió, y aquel hombre quedó solo con su pena y la soledad, en medio de aquel terrible silencio de la majada de Llué.

Caserio de Llué, sobre 1900

La empinada cuesta que conducía al collado de Lleces, era dura, aún en condiciones normales, con nieve era una empresa casi imposible ascender  el cuerpo de su esposa para darle sepultura en la aldea de Tolivia. Ella, yacía inmóvil en la humilde alcoba de la pobre cabaña donde desarrollaban sus quehaceres, su vida no pudo apenas compartirla con aquel hombre que escogió por esposo. La tristeza de Martinón era infinita, pero ahora lo que tenía que hacer era conservar el cuerpo de su mujer, hasta que le fuera posible enterrarla en el cementerio de Tolivia, cuando la nieve y el temporal lo permitiera.
Cogió una pala, y bajo el fresno que tenia junto a la cabaña, excavó un hueco, donde cogiera el cadáver de su esposa, luego lo cubrió con un montón de nieve, de forma que el frío mantuviera aquel ser sin descomponerse.
La noche enseguida cubrió de negrura la majada, y Martín atrancó la puerta y se dispuso a acostarse después de haber comido algo  para acallar el hambre que su cuerpo le reclamaba.
Pronto, solo se oía el viento correr libremente por el anfiteatro de Llué. La tormenta de nieve parecía que había cesado por el momento. De repente un aullido rasgo el silencio, y este fue contestado por varios, que pronto inundaron aquel escenario. La realidad era terrible, y solo un hombre de aquel temple, la encajaba sin desmoronarse de miedo. No había nadie más que él y los lobos, en aquel pequeño espacio. Abrió la puerta de la cabaña, y la luna bañaba una escena sobrecogedora. Alrededor de la tumba que había excavado para enterrar a su esposa, cuatro lobos intentaban apartar la nieve con sus patas, para alcanzar el cuerpo de la mujer. Cogió la vieja escopeta, y apuntando casi a ciegas detono un disparo que puso en fuga a los animales, luego procedió a desenterrar el cuerpo de su mujer e introducirlo en casa, depositándolo a lo largo del escaño. Tenía que subirlo como fuera a Tolivia y darle sepultura en el cementerio.
Nada mas amanecer, y con la nieve todavía dura a causa del frío, envolvió el cuerpo de su esposa en unas viejas mantas y lo amarró con cuerdas, luego se lo echó a la espalda y inició la dura subida al collado de Reces, que daba paso a la aldea. Fue un trabajo de titanes, por las duras condiciones reinantes. Al dejar la collada el monte cambia de ladera y el mundo de Llué desaparece. Martín encuentra el sol remontando los beyos de Tolivia. Se siente la fuente y el río. Desde la posa de Cociyón, Martín descansa y ve la forma de las casas. Contempla cómo se eleva una docena de humos a perderse en el aire limpio de Tolivia, y a voces pide auxilio.

                                                  
                                                              Llué en la actualidad

Enseguida algunos mozos y mujeres del pueblo llegan hasta él y le prestan ayuda. Está al límite de sus fuerzas, pero todavía resiste hasta el cementerio y allí abren una fosa donde depositan el cuerpo de la mujer que le brindó días de felicidad mientras pudo compartirla junto a ella.
Hoy, Tolivia, ya no existe a nivel humano. No hay vida en el recóndito pueblo. Solo el viento del olvido pasea por sus caminos y entra en las solitarias casas sin ninguna puerta que lo detenga.
 ¡ Pero prestar atención a ese silencio ¡ quizás el voluminoso cuerpo de Martinon se acerque al pequeño cementerio a depositar unas flores sobre una vieja lapida con nombre de mujer.