La noche cubría espesa el hayedo. Nada mas se oía la sinfonía nocturna de los sonidos que solo el que acostumbra a deambular por esos lugares sabe interpretar. Naturaleza y hombre eran una misma cosa, la primera imponía sus normas y el segundo buscaba resquicios para aprovecharla.Entre la hojarasca, algo se revolvía con furia. Se escuchaban los bufidos violentos del animal que le habían privado de libertad. El hombre se acercó con cautela. Sus ojos divisaron la pieza intentando zafarse de algo que le sujetaba la pierna. El lazo era resistente, y aguantaba los tirones, hasta que un fuerte golpe en la cabeza acabo con su vida. Después la hoja del cuchillo buscó el cuello y en pocos momentos el ritual de la caza había terminado. Con el jabalí al hombro, fue descendiendo por los intrincados senderos que adivinaba en la profunda oscuridad del monte. Muy pocos lo conocían como él. Estaba seguro que nadie iba a saber que había estado allí, y que había cazado. Era un cazador. El mejor cazador… furtivo. Los guardias forestales lo habían intentado todo para cogerle, pero había sido imposible. El monte era su casa, y lo conocía mejor que nadie. Estaba seguro que de igual a igual les seria impensable que diera un paso en falso. El adivinaba por donde estarían los bisoños guardas forestales, incluso les dejaba pistas falsas para alejarlos de su territorio, y siempre le funcionó esa estrategia. Quizás, si hubiese tenido que convivir en el duelo con sus antiguos compañeros de caza, luego convertidos en guardas, vista la incapacidad de luchar contra ellos por parte de la administración, la cosa no seria tan sencilla. Sabían las mismas estrategias que él, y seguían las mismas normas de acecho, aprendieron juntos unos de otros. Pero estos no. Solían ser chavales jóvenes, y con muy poca experiencia en la lucha contra el astuto cazador nativo. Una generación de cazadores ilegales, se aprovechó de que en aquel momento la guardería no disponía de agentes cualificados de montes, y de un plumazo acabó con el furtivismo, protagonizado por los que ahora eran flamantes guardas “legales” y de paso incorporó gentes con una experiencia de campo, que no de academia, sin parangón. Una jugada perfecta. Hoy, ya no queda nadie de aquella época, y si quedan están jubilados. Pero si cazadores curtidos, lugareños para los que el monte es su segunda casa, que llevan en los genes la aventura de cazar solos. Como mucho, la noche es la única compañía que aceptan. Lo hacen porque la caza es la emoción máxima con la que disfrutan, dejando aparte algún caso de beneficio económico, que también existe. Como el escalador, que se enfrenta a la cumbre de alguna peligrosa montaña, aún a sabiendas de que puede costarle la vida el reto. Son razones que solo estas personas pueden entender. Nuestro hombre, unos días después de esta aventura, descuelga el teléfono para atender una llamada. Al otro lado de la línea, el comandante del puesto de la Guardia Civil, lo conmina a presentarse en el puesto de inmediato. Nuestro hombre esta desconcertado, intuye que algo no va bien. El comandante no quiere darle ninguna otra explicación, solo le urge que se presente. El retrato del Rey, impregnaba la sencilla habitación del puesto de una atmosfera muy solemne. El hombre no estaba cómodo, mientras los ojos del comandante y el sargento se posaban sobre él. Le preguntaron si había salido de caza últimamente, lo cual negó, con convicción. Los dos agentes se miraron entre sí. Luego el de más autoridad le amenazó con un severo castigo si no confesaba la verdad. La presión aumentaba, y el cazador estaba seguro que “ellos” sabían algo de su última salida nocturna, pero no adivinaba como era posible ese hecho. Había tomado todas las precauciones, no podía haberle visto nadie, porque entró en el dormido pueblo todavía de noche, y escondió su pieza en un cobertizo que solo él conocía, ni siquiera su mujer sabia el lugar. El sargento se levanto, abrió la puerta, y volvió poco después con un sobre, de él extrajo unas fotografías que mostraban claramente a nuestro hombre soltando el lazo, y cargando la pieza al hombro. Era un documento irrefutable. No existía posibilidad de disculpa, pero dentro de su cabeza, daba vueltas como era posible que en la negrura de la noche unos “ojos” que no detectó, hubiesen podido verle y ahora estuvieran acusándole desde aquella mesa oficial. No entendía nada. Luego, yo, después de unos días, en la tranquilidad de su casa, delante de un café, trataba yo de explicarle que de “igual a igual” nunca serian capaces a vencerle, pero que a veces los conocimientos ancestrales de los habitantes de los pueblos de Asturias, no tiene mucho que hacer con la moderna tecnología que igual te localiza las vacas por GPS ó te anuncia nieve a 200 ms, que te pilla en medio de la mas negra oscuridad haciendo algo que esta prohibido ahora ,aunque lo hubiesen realizado sin castigo durante generaciones pasadas. No existe escapatoria. Contra eso no valen para nada sus conocimientos del monte y comportamiento animal, mientras haya unos ojos secretos que lo vigilan sin que él lo perciba. ( Los hechos son totalmente ciertos, aunque omitimos los nombres por razones obvias)
viernes, 31 de enero de 2014
Solo asi me cogereis
En las arcaicas comunidades rurales se practicó siempre la caza furtiva, principalmente por puros motivos de subsistencia. Las vacas y los cerdos tenían otros destinos y los animales salvajes abundaban. Cazadores expertísimos desarrollaban todas sus habilidades para burlar a los guardas. Hoy, con las modernas herramientas de detección invisibles, poco valen sus habilidades, totalmente inservibles ante los avances tecnológicos.
Esta es la narración acaecida hace pocos meses de uno de esos lances.
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