miércoles, 16 de julio de 2014

El viejo cazador

Fernando Calvo tiene 92 años. Sus cansados ojos han visto muchos amaneceres, y su piernas transitado por parajes que hoy parecen inaccesibles a no ser para rebecos y corzos, las presas a las que daba caza con un rudimentario rifle, fiándolo mas  a su instinto que a su arma. Esa habilidad para cobrar las presas hizo de él una persona muy buscada por los grandes señores, que edificaban suntuosos chalets en la orografía mas salvaje de nuestro parque de Redes. Las piezas mas difíciles era el encargado de disponerlas a tiro para que ninguna jornada se perdiera por no encontrarlas.
Conocía los lugares donde el esquivo urogallo entonaba sus cantos en los fríos amaneceres primaverales, cuando las primeras claridades penetraban en la noche de los hayedos cantábricos. Allí sigiloso, esperaba el sonido inequívoco del ave. Aquel traqueteo repetitivo con que los machos anuncian su presencia antes las hembras. Luego, un certero disparo abatía la pieza como si de un ritual mágico se tratara.

Alguna boda se comió en el pueblo de Orlé, donde hace poco tuvo el encuentro de nuestros amigos moldeadores. No fue difícil cazar cuatro faisanes, como llaman los lugareños a este ave. Hoy, desgraciadamente casi no existen. Han mudado los aires y muchas cosas en nuestros montes, y en los antiguos cantaderos solo se escucha el sonido de las hojas movidas por el viento. Los tiempos han cambiado mucho. Cazadores como Fernando, casi no existen.
Todavía hoy, cuando se sienta en un muro junto a la carretera, fija su vista en los montes del entorno, como taladrando sus bosques con la mirada, adivinando sus sendas, y recordando los lances vividos. A veces, me siento con él, y rápidamente enebra las cacerías que llevo acabo. Enumera los detalles, incluso se acuerda del tiempo que hacia.
Fue furtivo muchos años, y ello le permitió sobrevivir, cuando los tiempos eran realmente difíciles, y la caza era una herramienta de subsistencia importante. Aquellos territorios, desde Caso hasta Ponga, no tenían secretos para él.
En aquellos años era muy frecuente que los mejores cazadores, acabasen en la nómina de algún terrateniente, que de esa forma controlaba a los que le diezmaban de caza sus cotos particulares, y a la vez se aseguraba el perfecto control de las piezas que en él habitaban. Era una buena jugada y que funcionó durante bastantes años a la perfección.
De servir a los ricos y a sus cotos pasó a integrarse en la platilla oficial de la guardería asturiana, allí estuvo hasta su retiro hace 30 años.
Fue cazador y morirá siéndolo, aunque lleva tiempo alejado de esa actividad. Los años no perdonan.
Ya hace tiempo que me pide que lo lleve a Ponga, un concejo lindante con el nuestro, Caso. Quiere volver a mirar desde la comodidad del coche los paisajes que antes recorrían sus piernas. Visitar Taranes y Sobrefoz. Ver si todavía viven los que antes le abrían sus casas para pernoctar y contarse sus vidas. Volver a patear sus caminos, tan cambiados de unos años para acá. Ahora lucen hormigonados y hermosos. Pocas casa se ven viejas. Algunas, incluso convertidas en magníficos hoteles. ¡ Vaya si cambió, me dice ¡ Pero ¿dónde esta la gente?  Antes bullían de vecinos estos pueblos…

Esta es la triste paradoja que encontró nuestro incrédulo cazador. Ya no queda nadie a quien reconozca. Quizás un vago recuerdo a los pocos que preguntamos. En algún caso, una placa dedicada a Dinos, de Taranes, en la pared de lo que fue el bar donde paraba Fernando. Solo una  chapa de metal. Como un epifatio de una época extinguida, de la que con rapidez desvió su mirada.
El coche se alejo por aquella inverosímil carretera que parecía engullida por las imponentes peñas, que curva tras curva nos acercaban a Sobrefoz. La vista siempre de frente, porque a un lado teníamos peña y al otro abismo, incluso unas cabras que a su aire deambulaban por el medio de la carretera, y  que a duras penas se apartaron.
Por fin, apareció el singular y hermoso pueblo de Sobrefoz. Tampoco  reconoció de la imagen que de él tenía. Solo la iglesia permanecía en el mismo lugar. El resto de las casas, aunque antiguas, estaban totalmente remozadas e irreconocibles.
Sin embargo el bar seguía allí, con el mismo nombre: Casa Benigna. Parada ancestral de casinos, entre los que había tratantes, madreñeros, y cazadores como Fernando. Aquello seguía igual, aparentemente. Detrás de la barra eran gente joven. Luego nos dijeron que las hermanas que lo atendían habían muerto. Pedimos unos vasos de vino para hacer tiempo mientras nos servia de comer. Nuestros ojos recorrían las paredes decoradas con cuernos de venado y viejos calendarios.

En una de las paredes, una fotografía en blanco y negro, representaba una partida de cazadores, con unos cuantos jabalíes y un venado. Dirigió Fernando su vista hacia ella, y señalando con un dedo a un hombre espigado y fuerte, de profundo bigote, me dijo: Mira, ese soy yo.

Solo por eso ya mereció la pena el viaje. Probablemente, el último del viejo cazador.