Fernando Calvo tiene 92 años. Sus cansados ojos han visto
muchos amaneceres, y su piernas transitado por parajes que hoy parecen
inaccesibles a no ser para rebecos y corzos, las presas a las que daba caza con
un rudimentario rifle, fiándolo mas a su
instinto que a su arma. Esa habilidad para cobrar las presas hizo de él una
persona muy buscada por los grandes señores, que edificaban suntuosos chalets
en la orografía mas salvaje de nuestro parque de Redes. Las piezas mas
difíciles era el encargado de disponerlas a tiro para que ninguna jornada se
perdiera por no encontrarlas.
Conocía los lugares donde el esquivo urogallo entonaba sus
cantos en los fríos amaneceres primaverales, cuando las primeras claridades
penetraban en la noche de los hayedos cantábricos. Allí sigiloso, esperaba el
sonido inequívoco del ave. Aquel traqueteo repetitivo con que los machos
anuncian su presencia antes las hembras. Luego, un certero disparo abatía la
pieza como si de un ritual mágico se tratara.
Alguna boda se comió en el pueblo de Orlé, donde hace poco
tuvo el encuentro de nuestros amigos moldeadores. No fue difícil cazar cuatro
faisanes, como llaman los lugareños a este ave. Hoy, desgraciadamente casi no
existen. Han mudado los aires y muchas cosas en nuestros montes, y en los
antiguos cantaderos solo se escucha el sonido de las hojas movidas por el
viento. Los tiempos han cambiado mucho. Cazadores como Fernando, casi no
existen.
Todavía hoy, cuando se sienta en un muro junto a la
carretera, fija su vista en los montes del entorno, como taladrando sus bosques
con la mirada, adivinando sus sendas, y recordando los lances vividos. A veces,
me siento con él, y rápidamente enebra las cacerías que llevo acabo. Enumera
los detalles, incluso se acuerda del tiempo que hacia.
Fue furtivo muchos años, y ello le permitió sobrevivir,
cuando los tiempos eran realmente difíciles, y la caza era una herramienta de
subsistencia importante. Aquellos territorios, desde Caso hasta Ponga, no tenían
secretos para él.
En aquellos años era muy frecuente que los mejores
cazadores, acabasen en la nómina de algún terrateniente, que de esa forma
controlaba a los que le diezmaban de caza sus cotos particulares, y a la vez se
aseguraba el perfecto control de las piezas que en él habitaban. Era una buena
jugada y que funcionó durante bastantes años a la perfección.
De servir a los ricos y a sus cotos pasó a integrarse en la
platilla oficial de la guardería asturiana, allí estuvo hasta su retiro hace 30
años.
Fue cazador y morirá siéndolo, aunque lleva tiempo alejado
de esa actividad. Los años no perdonan.
Ya hace tiempo que me pide que lo lleve a Ponga, un concejo
lindante con el nuestro, Caso. Quiere volver a mirar desde la comodidad del
coche los paisajes que antes recorrían sus piernas. Visitar Taranes y Sobrefoz.
Ver si todavía viven los que antes le abrían sus casas para pernoctar y
contarse sus vidas. Volver a patear sus caminos, tan cambiados de unos años
para acá. Ahora lucen hormigonados y hermosos. Pocas casa se ven viejas.
Algunas, incluso convertidas en magníficos hoteles. ¡ Vaya si cambió, me dice ¡
Pero ¿dónde esta la gente? Antes bullían
de vecinos estos pueblos…
Esta es la triste paradoja que encontró nuestro incrédulo
cazador. Ya no queda nadie a quien reconozca. Quizás un vago recuerdo a los
pocos que preguntamos. En algún caso, una placa dedicada a Dinos, de Taranes,
en la pared de lo que fue el bar donde paraba Fernando. Solo una chapa de metal. Como un epifatio de una época
extinguida, de la que con rapidez desvió su mirada.
El coche se alejo por aquella inverosímil carretera que
parecía engullida por las imponentes peñas, que curva tras curva nos acercaban
a Sobrefoz. La vista siempre de frente, porque a un lado teníamos peña y al
otro abismo, incluso unas cabras que a su aire deambulaban por el medio de la
carretera, y que a duras penas se
apartaron.
Por fin, apareció el singular y hermoso pueblo de Sobrefoz. Tampoco
reconoció de la imagen que de él tenía.
Solo la iglesia permanecía en el mismo lugar. El resto de las casas, aunque
antiguas, estaban totalmente remozadas e irreconocibles.
Sin embargo el bar seguía allí, con el mismo nombre: Casa
Benigna. Parada ancestral de casinos, entre los que había tratantes,
madreñeros, y cazadores como Fernando. Aquello seguía igual, aparentemente.
Detrás de la barra eran gente joven. Luego nos dijeron que las hermanas que lo atendían
habían muerto. Pedimos unos vasos de vino para hacer tiempo mientras nos servia
de comer. Nuestros ojos recorrían las paredes decoradas con cuernos de venado y
viejos calendarios.
En una de las paredes, una fotografía en blanco y negro,
representaba una partida de cazadores, con unos cuantos jabalíes y un venado.
Dirigió Fernando su vista hacia ella, y señalando con un dedo a un hombre
espigado y fuerte, de profundo bigote, me dijo: Mira, ese soy yo.
Solo por eso ya mereció la pena el viaje. Probablemente, el
último del viejo cazador.
4 comentarios:
Un gran artículo, como todos los que publicas. Enhorabuena y un saludo.
Si señor que no desaparezca la historia de Casu y la montaña en general. Esto presta...
Visitando tu blog, querido primo, besoss desdeBuenos Aires !!!
Hola Bueres: . Me han gustado mucho tus narraciones acerca de las personas que vivieron épocas muy duras y difíciles en el pasado. También la forma de vida de los cazadores de antaño. Te felicito por tu blog, me parece un trabajo excelente. Saludos.
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