Noventa y tres años miran los ojos de Manolín de Lorio. Toda una vida y desde luego, no fácil precisamente.
Os dejo un pequeño retazo de su historia. Despues de él, ya no quedara nadie vivo para contarla. Las fotos son de este mes de febrero de 2011, en Villoria( Laviana) en un homenaje que se le ofreció.
-Antes salíame bastante bien, pero ahora nun puedo chuflar con fuerza.
Manuel Alonso González, «Manolín el de Llorío», se lleva las manos a la boca tratando de reproducir en vano el sonido de la curuxa. Durante ocho años de su vida el canto de la lechuza fue una de las consignas empleadas en el monte para contactar de forma segura con enlaces y compañeros de otras partidas guerrilleras. Alonso pasó toda su juventud, entre los 18 y los 26 años, aferrado a un fusil, recorriendo hasta la extenuación bosques y laderas, y refugiándose de las fuerzas franquistas en rudimentarias chozas que apenas eran utilizadas unas cuantas noches ante el temor de ser descubierto. A pesar de los peligros y penalidades sufridas, Manolín el de Llorío sobrevivió para contarlo y, a sus 93 años, es uno de los últimos fugaos que, junto con otros pocos como Felipe Matarranz, pueden dar cuenta en primera persona de cómo fue el movimiento maqui en Asturias.
Alonso, natural de la localidad lavianesa de Soto de Lorío, fue criado por un abuelo y una tía materna. La noticia del estallido de la guerra civil lo sorprendió pescando truchas a mano en el río Nalón. Ese mismo día, con sólo 18 años, se alistó como miliciano. Participó en enfrentamientos armados en Oviedo, Tarna y Tineo, y posteriormente fue enviado al País Vasco. La retirada hacia Asturias como consecuencia del avance de las tropas franquistas y la definitiva caída de frente Norte, en octubre de 1937, forzó la huida al monte de cientos de milicianos, entre ellos Manolín el de Lorío.
«En los primeros años había combates todos los días. Había mucha gente que se había echado al monte, pero también había mucha fuerza franquista. Tenían tiendas de campaña en la cima de cada monte y cada tres o cuatro kilómetros en las carreteras; si no conocías el terreno, tenías choques a todas horas», relata Alonso. Pronto la escasez de armamento y balas empezó a limitar la capacidad de acción de los fugaos. «A veces no podías hacer mucha resistencia porque no había suficiente munición. Te ibas abasteciendo con la munición que traían enlaces que estaban haciendo la mili o con lo que conseguías arrebatar a la fuerza franquista; pasó como en la Guerra Civil; si llegamos a tener más armas, todavía están corriendo».
La concentración de Guardia Civil, regulares y contrapartidas en el monte, y la utilización de métodos de represión para cercenar el apoyo a los fugaos en los pueblos motivó que la supervivencia se convirtiera en un reto diario. «Conseguías comida donde podías. Había enlaces que traían harina, patatas y otros alimentos, y también se llevaban a cabo golpes económicos en las aldeas; mientras uno quedaba vigilando el resto recogía comida que cocinábamos por la noche en el monte», relata Alonso. A la hora de bajar a los pueblos maquis y enlaces utilizaban sus particulares «semáforos». Una prenda de un determinado color colgada en un tendal o un trapo colocado en un alféizar informaban sobre si había fuerzas franquistas en las proximidades.
La búsqueda de refugio también obligó a los fugaos a afinar el ingenio. Cuadras, cuevas y una simple manta para pernoctar al raso dieron cobijo muchas noches. Sin embargo, lo habitual era construir chozas camufladas entre el paisaje para protegerse del frío y de los rastreos de las fuerzas franquistas. «Teníamos un serrucho para cortar madera. Las chozas las hacíamos con ramas o con piedras, y las cubríamos con tejas que ibas cogiendo en cada corral. Por encima se ponía una capa de musgo para que quedara camuflada», explica Alonso. El mismo proceso se repetía con asiduidad: «Si daban con una choza, había que cambiar de zona y hacer otra. Estar un mes en el mismo sitio ya era una barbaridad».
Manolín, que durante un tiempo formó parte de la partida de los Caxigales,y frecuentó los montes y pueblos de Caso, donde su memoria todavia permanece en los mas viejos, siempre fue partidario de grupos guerrilleros reducidos -«cinco personas, y tirando largo, seis»- para evitar dejar rastros. Cuando nevaba las cosas se complicaban, porque las huellas nos se podían soslayar: - Alguna vez tuvimos que caminar culo atrás para despistar a la "fuerza". Caían unas nevadas de miedo; había que quedar "achantaos" en la choza hasta que se iba quitando, racionando la comida que tenías-.
En esas largas noches de invierno Alonso y sus compañeros limpiaban las armas, jugaban al tute o recordaban a los que se habían quedado en el llano, expuestos en primera línea. La tía que crió a Manolín murió tras ser arrojada por una buhardilla de un improvisado cuartel en El Condao, tras sufrir la enésima paliza, según él mismo recuerda. «La represión fue brutal, el enano del Pardo era peor que Nerón. Tenían aterrorizada a la gente», esgrime.
Un chivatazo acabó con la fuga de ocho años de Alonso. Sorprendido en una cuadra por las fuerzas franquistas, intentó escapar entre las vacas, pero las heridas causadas por una bomba de mano y varios disparos truncaron el intento. «La vida del maqui es pésima, no se la deseo ni a mi peor enemigo. A pesar de todo lo que pasé, no me arrepiento de nada, porque sin lucha no caminamos», concluye. ¡ Extrañas palabras, para los tiempos que corren ! Sobre todo viniendo de un hombre, que como nos recuerda, volveria a realizar aquella vida, si las circustancias y los años se lo permitieran.
Nos quedamos con su última frase " Sin lucha no caminamos"
Nos suena extraño ¿verdad? Eso ahora no se trae.
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