y era tenaz lo que fuera necesario.
Carnet de alimañero
Aquella mañana de primavera subí temprano al monte Contorgan. El lago Ubales mostraba su serena belleza solo interrumpida por la brisa que movía con diminutas espirales las tranquilas aguas del pequeño lago. A lo lejos saltó nervioso un rebeco. Lo deje ir. No era mi pieza. Traspasada la collada se extendía ante mí una sucesión de paisajes donde los árboles y praderías parecían no tener fin. Justo debajo del Torres las cabañas de la majada de los Moyones señalaban que allí en algún momento hubo vida. Ahora con el otoño avanzado y la nieve dando señales de su presencia, los últimos pastores habían bajado con el ganado a los pueblos cercanos. Solo el cazador y el paisaje habitaban aquellos parajes, aunque en los más escondidos rincones muchos ojos de todos los tamaños estaban posando su mirada sobre él. Después de observar el sentido de la suave brisa que movía perezosa el humo del tosco cigarrillo que transitaba por mis labios, hasta acabar retorcido, pisado por las botas de goma entre la hierba. Avancé despacio, ahora todo tenía que ser sigiloso, sin ruidos. Poco a poco fui trasponiendo un pequeño cerro, acercándome a una montaña rocosa en cuya ladera corría un humilde riachuelo de saltarinas aguas. Pise con cuidado y lo traspuse. Una gran haya con una cohorte de acebos, formaba un espacio singular. En el medio, un pequeño prado parecía ofrecer la jugosa hierba a todos los animales que quisieran disfrutarla. Era realmente un sitio precioso. Buen lugar, para cuando te llegue la hora, reposar eternamente, pensé. Pero yo había ido allí a algo, y mi atención tenía que ser solamente esa. En una oquedad de la roca, la hierba estaba pisada, había incluso restos de algún hueso. Era claramente la guarida de un animal y seguro que la estaba usando. Podía percibir el olor agrio y montés de la alimaña. Lancé una rama a la cueva, y esperé en silencio. Solo se escuchaban unos leves chillidos en su interior, intermitentes, como implorando algo, con miedo. Ahora, estaba seguro que la madre no estaba por allí, posiblemente estuviera cazando para alimentar a su prole. Me acerqué, saqué la vieja linterna de petaca y la luz penetró en la oscuridad. Cuatro pares de reflejos, devolvieron la amarilla luz de la candela, y por un momento todo se hizo silencio. Yo actué rápido, la madre loba podría volver en cualquier momento. Fui sacándolos de dos en dos, sintiendo los alfileres de sus colmillos tratar de herir mis manos. Al final, cuatro lobeznos fueron depositados en el zurrón que llevaba para ello. Rápidamente me aleje del lugar, ahora sabia que estando lejos de la cueva la loba no se atrevería a defender sus crías, pero si podría hacerlo
en el momento de cogerlas, y acelere el paso.
Con un lobo cazado en Contorgan
La casa de La Puentepiedra acoge ahora nuevos inquilinos que se muestran desconfiados en su nuevo hogar. Los deposité en unas jaulas que tengo precisamente para ellos. En alguna ocasión llevé algún lobo a ferias y mercados sacando buenos cuartos, por cierto. La mastina de casa, es muy buena y los mira con curiosidad, a veces me acompaña en mis incursiones, pero hace poco que parió dos perros y la dejo que los crie. Ahora, tendrá que mostrarse generosa y acoger cuatro bocas más, que seguro que lo hace, aunque habrá que aumentarle la ración. Esta es la vida que me gusta, pero cuando me llegue la hora, me gustaría reposar para siempre en estos montes, y que la gente se acuerde de mí. De Domingo el de los llobos.
2 comentarios:
Domingo poco antes de su muerte concedió una entrevista a la revista NATURA donde se mostraba arrepentido de todas las muertes que ocasionó a los animales. Llegó a decir que sería enormemente feliz si pudiese ver corretear libres a todos los animales que mató
Eso daba idea de su grandeza y de la honestidad que tenia con lo que antes se llamaban "alimañas"
Simplemente le toco vivir una época donde eso permitía vivir, y encima te consideraban benefactor. Lo que pensamos hoy, dudo que fuera lo mismo que 20 años atras
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