Quizás muchos de nosotros no los haya visto ó no se haya
fijado en ellos. En las ferias de ganado de nuestros pueblos destacan por
llevar un mandilon amplio, azul ó negro. Es lo que los identifica sobre los
atuendos y vestimentas mas ó menos rústicas del resto de la gente.
Gran parte llevan años ejerciendo esa actividad. Lo conocen
todo sobre ella. Pasean, miran, hablan con unos y con otros, y cuando algo les
interesa despliegan sus armas, que no son otras que la palabra medida, el
regateo del ganadero que empodera las
reses, sobrevalorándolas, y la actitud de nuestro hombre quitándoles meritos.
Al final, si los dos se entienden, el ganado cambia de dueño, tras un apretón
de manos. Esa es la mayor garantía que se puede ofrecer. A su alrededor siempre
se forma un corro de curiosos observando el trato, no se suele intervenir a no
ser ofreciendo sus consejos para doblegar la voluntad de uno u otro. Que uno
ceda de su pretensión, o que el otro aumente lo que ofrece. Todo esta
calculado, y se sabe hasta dónde puede uno llegar. Hay una figura que antes era
muy respetada, que era la del “terciador”. Solían ser hombres mayores que
intervenían como lo hacen los actuales mediadores políticos. Cuando el trato se
atascaba, su consejo se escuchaba con respeto. Al final, se juntaban las manos,
los tres pares, y eso significaba que el trato quedaba cerrado.
La “robla” en
el bar cercano, alrededor de unos vinos ó sidra significaba el acuerdo
satisfactorio para todos.Cuantos viajes con mi abuelo, al Mercaín de Caleao, después de
levantarnos casi de noche, Ya humeaba el
café bien temprano en la cocina, anticipando el rito. Mi abuela nos preparaba
unos torreznos de pan, para que el almuerzo aguantase el hambre si el día se
nos alargaba. Mientras, en la cuadra se
preparaban los animales que íbamos a llevar, y salíamos de casa siguiendo los
caminos que las golondrinas madrugadoras nos marcaban. Las vacas iban
confiadas, parsimoniosas. Lo más probable era que no volvieran a recorrer esos
mismos senderos, pero mientras tanto nuestros corazones iban al ritmo de sus
pasos.
Al tiempo ya llegamos
al prado donde se celebraba la feria, el mugir de los animales, nerviosos e
intranquilos, porque a muchos les habían quitado las crías, se confundía con
las voces e imprecaciones de los aldeanos y el ruido de tractores descargando
terneros y ovejas. También llevaban cerdos. Los hombres del mandilón negro iban
de un lado a otro observando el “genero” en una primera inspección. Todos, sin
excepción, llevaban una vara larga de avellano. La usaban para apartar
animales, o darles encima del lomo para moverlos. Yo miraba aquel mundo nuevo
para mí con los sorprendidos ojos de un niño en un mundo de mayores. Eso me
hacía sentirme hombre adulto y también llevaba mi vara.
Al poco el prado de la feria era un mar de animales y de
hombres, alguna, pocas mujeres, las mas para ayudar a conducir las reses al
mercado. De cuando en cuando me pasaban la mano por la cabeza como señal de
afecto, y en otra ocasión que me requirieron por mi nombre, me susurro al oído
que lo dijera despacio, pues me dijo que
no pueden gritar el nombre de los críos para que no se lo aprendan las culebras.
Eso a mí me sorprendió mucho.
Al cabo de un tiempo vi volver a mi abuelo con las cuerdas de los cabezales
en la mano, como único recuerdo de las dos vacas que llevamos. Supe que ya no
volvería a ver a la Mariella y la Galana, y sentí pena. Pase rápido la mano por los ojos para
que nadie notase las lágrimas que también querían despedirse de las vacas. Me
soné con el pañuelo, y puse el disfraz de hombre.
Mi abuelo me cogió de la mano y nos dirigimos al cercano bar
con la barra llena de clientes, me miró y me dijo : Cuando vendas, vende bien.
Y nunca te olvides de devolver a casa la cuerda con que trajiste la vaca. Las vacas
son así, cuando el sol se muere en la memoria, siempre vuelven a que las ates
en el pesebre de tu corazón.
El camino de vuelta a casa, lo hicimos realizando dos o tres
paradas en las ventas que íbamos encontrando por el camino. Mi abuelo, parecía
contento, quizás ayudaban los vinos y las rondas que tomaba en la compañía de
los que como él habían bajado a la
feria. Yo no tenía sed, pero me invitaba a refrescos y golosinas. Aunque estaba
cansado, me sentía bien en un mundo de “hombres”.
Al llegar a casa, lo primero que hicimos fue colgar en la
cuadra las cuerdas con que llevamos amarradas las vacas. Las dejamos en los
pesebres, ahora vacios, como preguntando donde estaban las que faltaban.
Mientras mi abuela nos llamaba a voces con la cena puesta en
el escaño, frente al fuego.
Es triste y estéril hacer alabanza del pasado, pero cuando
no se entienda nada de esto, será tarde, quizás demasiado tarde.
4 comentarios:
Qué bien relatado. Cómo me identifico. Y qiqué importante, como siempre nos enseñó mi madre, la palabra empeñada. Si la valía de cada uno dependiese de la credibilidad de sus palabras la corrupción no hubiera podido abrirse paso.
Así era la palabra de un paisano
¿qué haces que no escribes un libro ilustrado con fotos de todo esto?
no me canso de leer cosas que conocí en esta tierra y que se van diendo con sus gentes...
(Roberto, el ``Pintorón de Sobrecastiellu´´
Quizás algun dia...
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